jueves, 12 de febrero de 2009

Luz interior

Cogió sus oscuras gafas, su largo bastón y a Lázaro, su perro.
Salió de casa temprano, como siempre, para dirigirse a su “pequeño quiosco”, como el solía llamar a su puesto de trabajo. Con paso lento, pero sin pausa, fue saludando a los distintos vecinos con los que se cruzó durante los quince minutos de trayecto que siempre tenía de su casa al trabajo.

Al abrir su “pequeño quisco” se le cayeron unos papeles que llevaba, pero un niño se los recogió de inmediato. Él le dio las gracias y le acarició el pelo. Una vez montó su puesto de trabajo, salió el Sol, aunque él no se dio cuenta, en parte porque estaba disfrutando de la rugosidad de un erizo de mar que un amigo le regaló y con el que siempre se deleitaba. Normal, él tenía un tacto exquisito, con el que era capaz de identificar hasta la moneda falsa mejor imitada. No se le pasaba ni una.

A media tarde empezó a llover muchísimo, pero hasta que no salió de su “pequeño quiosco” no se dio cuenta. Pensó que quizá cogería un taxi para volver a casa, aunque luego decidió que regresaría andando bajo la lluvia, no le importaba. Ya cerrando su parada, un niño le advirtió de que tenía las gafas muy sucias. Él, risueño, le agradeció al pequeño que le avisara de aquello y le aseguró que luego se lo limpiaría.

Paró de llover cuando cerró su “pequeño quiosco” para retornar a casa. Lástima, pensó, ya que tenía ganas de que el agua le mojara para purificarse, aunque se consoló con algún que otro charco que pisaba, con el suelo húmedo por el que andaba y con el leve desliz que éste provocaba en el bastón que bien fuerte agarraba.

Al pasar por el parque de al lado de su casa, un grupo de adolescentes le preguntó entre risas qué hora era. Él, girándose y con total amabilidad les dijo que eran las ocho y media. Al instante, las carcajadas de los chicos se frenaron en seco y una leve voz espetó un “gracias”.

Jaime era ciego.

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