lunes, 16 de febrero de 2009

Lo único que nos da vida

Se despertó gracias a la luz del Sol que cegaba sus ojos, y sin pensárselo dos veces se dio media vuelta para darle los buenos días con un fuerte beso, pero no estaba. Se quedó unos segundos vacilante, pero se repuso y se vistió con sus mejores galas. Fue a desayunar al bar donde lo hacía siempre y donde ella nunca fallaba a la cita, pero su silla estaba vacía. Pidió para él y, lógicamente, para ella; pero su café con leche y la magdalena que ella siempre comía se quedaron ahí, intactos.

Se fue a trabajar con una gran duda, pero intentó ponerse esa careta con la que lleva una sonrisa de par en par. Al finalizar la jornada laboral rezó para que ella estuviera esperándole en la puerta del trabajo como solía hacer en las grandes citas. Pero no, ni rastro de su belleza.

Cabizbajo empezó a andar por la gran avenida mientras el Sol se apagaba y las primeras gotas de lluvia iban cayendo sobre su cabeza. Cabeza que solo hacía que pensar en ella, en dónde estaría, en cómo la encontraría. Poco a poco, las gotas de lluvia que se deslizaban por su rostro se convirtieron en lágrimas de penuria, de dolor, de impotencia…

…Paso tras paso fue llegando a casa, a la fatídica meta donde empezó a perder esa luz que le despertó bien pronto por la mañana y que ahora, en la tenue oscuridad al final del día, le adormecía la vida. Y cuando pensaba todo eso, cuando estuvo a punto de darlo todo por perdido, giró la cabeza y le dio las buenas noches con un fuerte beso.

Estaba allí, se llamaba Esperanza.

jueves, 12 de febrero de 2009

Luz interior

Cogió sus oscuras gafas, su largo bastón y a Lázaro, su perro.
Salió de casa temprano, como siempre, para dirigirse a su “pequeño quiosco”, como el solía llamar a su puesto de trabajo. Con paso lento, pero sin pausa, fue saludando a los distintos vecinos con los que se cruzó durante los quince minutos de trayecto que siempre tenía de su casa al trabajo.

Al abrir su “pequeño quisco” se le cayeron unos papeles que llevaba, pero un niño se los recogió de inmediato. Él le dio las gracias y le acarició el pelo. Una vez montó su puesto de trabajo, salió el Sol, aunque él no se dio cuenta, en parte porque estaba disfrutando de la rugosidad de un erizo de mar que un amigo le regaló y con el que siempre se deleitaba. Normal, él tenía un tacto exquisito, con el que era capaz de identificar hasta la moneda falsa mejor imitada. No se le pasaba ni una.

A media tarde empezó a llover muchísimo, pero hasta que no salió de su “pequeño quiosco” no se dio cuenta. Pensó que quizá cogería un taxi para volver a casa, aunque luego decidió que regresaría andando bajo la lluvia, no le importaba. Ya cerrando su parada, un niño le advirtió de que tenía las gafas muy sucias. Él, risueño, le agradeció al pequeño que le avisara de aquello y le aseguró que luego se lo limpiaría.

Paró de llover cuando cerró su “pequeño quiosco” para retornar a casa. Lástima, pensó, ya que tenía ganas de que el agua le mojara para purificarse, aunque se consoló con algún que otro charco que pisaba, con el suelo húmedo por el que andaba y con el leve desliz que éste provocaba en el bastón que bien fuerte agarraba.

Al pasar por el parque de al lado de su casa, un grupo de adolescentes le preguntó entre risas qué hora era. Él, girándose y con total amabilidad les dijo que eran las ocho y media. Al instante, las carcajadas de los chicos se frenaron en seco y una leve voz espetó un “gracias”.

Jaime era ciego.

martes, 10 de febrero de 2009

Juntos los dos

Mientras que con tu dulce voz me prometías el cielo, con tu suave mano solo me dabas una nube. Mientras tus ojos me dejaban ver un gran océano, de tu lagrimal solo salía una pequeña gota. Mientras tu corazón ardía como el infierno, tú sólo eras el reflejo de una pequeña llama. Y mientras sucedía todo aquello, pensé que me decepcionabas, porque me jurabas aire, agua y fuego en todo su esplendor; aunque solo me ofrecías un pequeño resquemor. Y cuando iba a abandonar todo aquello, entre frío, aire y calor, entendí que me prometías algo que debíamos conseguir juntos los dos.

domingo, 8 de febrero de 2009

El feudo de las miradas

Cogía cada mañana el autobús 32, que me llevaba de casa al trabajo, y del trabajo a casa. Mi vida se resumía, hasta ese día, en esas tres cosas: mi hogar, la oficina y el transporte público.
Salí de casa como siempre y me esperaba un duro día en el trabajo, pero ese autobús 32 cambió mi porvenir. Una mirada fugaz nubló mi mente y alentó mi corazón. Sabía que era ella la mujer de mi vida, y yo estaba seguro que ella sentía lo mismo. No la conocía de nada, no sabía su nombre ni era capaz de imaginar su edad, pero esos ojos me decían todo lo demás. Me decían tanto que mientras nos mirábamos escribí lo siguiente en un papel:

“Las palabras son una bonita melodía al viento, el tacto una suave pero fría lana, y la mirada una profunda flecha de verdad. No hay ningún otro acto ni tipo de declaración que pueda superar el poder y la atracción de la mirada. En ella, los ojos lanzan un dardo envenenado hacia el otro, que ni las palabras pueden igualar. Ya lo decía Shakespeare: “las palabras están llenas de falsedad o de arte; la mirada es el lenguaje del corazón”. El lenguaje limpio, sin trampas, el que nunca está manipulado…La mirada es capaz de descifrar cualquier código de amor o de verdad.Nuestra mirada es incontrolable, va desde el corazón a los ojos a la misma velocidad en la que uno ya se ha dado cuenta que ha dicho un “te quiero” sin quererlo. Fugaz, irracional, pero muy pura. Así es la mirada. El primer acto de fe, de amor, de verdad…el primer beso. Inexistente si uno la fuerza, incalculablemente peligrosa si uno la intenta controlar.¿Se pierden las miradas? No, la mirada es receptiva, el otro siempre la siente. ¿O acaso no duele una flecha? Duele tanto como una mirada que no quiere ser entendida…por miedo, por orgullo…¡que más da! Este es el lenguaje que más sinceras verdades dice, que nunca miente, pero el que el humano menos entiende. Perdonen, el que menos queremos entender. Miren, entenderán.”

Han pasado cinco años de aquello y María y yo vivimos juntos y felices. Mi casa sigue siendo la misma, mi trabajo también; pero el autobús 32 es ahora aquel sitio que me hizo feliz. Es aquel lugar en el que solo existe un lenguaje, el de la mirada. Millones de ellas se cruzan cada día queriendo significar centenares de cosas. En mi caso, por suerte, esa mirada significó el amor eterno.

viernes, 6 de febrero de 2009

Hoy sólo tocaré para ti

Como cada domingo por la tarde me fui al parque que se encontraba dos manzanas por encima de mi casa. Allí me reunía una vez a la semana, y sin que él lo supiera, con el que yo consideraba el mejor violinista que jamás hubieran conocido mis oídos. Se trataba de un hombre mayor, de aspecto triste y con muy poca vitalidad; aunque todos estos aspectos los suplantaba con aquella música angelical que cada domingo inundaba mis oídos durante una hora mientras el sol se ponía.

Llegué al parque y me dirigí hacia la zona donde siempre se situaba el violinista. Pero ese día noté algo extraño, inusual. Mis oídos no percibían la dulce melodía con la que siempre me recibía mi amigo mientras me acercaba a él, hecho que me hizo pensar que por primera vez en cinco años el violinista había fallado a su cita dominical conmigo. Mis temores se confirmaron cuando no vi a mi amigo cerca del árbol en el que siempre se situaba. No desesperé. Decidí buscarlo por todo el parque sin cesar, pero no hubo suerte. El violinista no estaba. ¿Qué podía pasar? Quizás, simplemente, había enfermado, así que decidí no pensar en lo peor e irme a casa con la esperanza de que una semana después pudiera volver a disfrutar de su arte. Pero antes de marchar, quise pasar un momento por aquel árbol en el que siempre nos citábamos los dos. Aunque él y su música no estuvieran, su recuerdo me relajaría por momentos. Y entonces fue cuando descubrí algo extraño. Al retornar a ese lugar, al acercarme al sitio donde siempre se situaba el violinista, encontré un pañuelo bañado en sangre en el que se podía leer “Hoy sólo tocaré para ti”.

El miedo se apoderó de mí. Empecé a temblar, y lo que tenía que ser otro domingo angelical se estaba convirtiendo en mi mayor experiencia infernal. No sé si estuve tres, cinco o diez minutos mirando ese pañuelo sin saber qué hacer. Finalmente, decidí enterrarlo y me dirigí a casa mientras la lluvia empezó a caer sin piedad. Creo que nunca había corrido tanto y sin tener una causa exacta.

Lo único que recuerdo del trayecto del parque a mi casa es que mi mente se convirtió en un escenario dantesco en el que una fatal melodía acompañaba esas palabras aterradoras que yo había leído pocos minutos antes. Y, de repente, ya me encontré abriendo la puerta de mi edificio. Pero no me sentía a salvo. Una sensación de miedo, terror e incertidumbre me recorría el cuerpo, por lo que, supongo, empecé a llorar mientras subía por el ascensor. ¿Ascensor? Nunca había cogido el ascensor, ya que vivo en un entresuelo y siempre subía por las escaleras, pero estaba tan perdido que no sabía ni lo que hacía.

Entré en casa y me estiré en el sofá con la luz apagada. Me quedé mirando al techo mientras me secaba unas lágrimas que se juntaban con el agua que aún tenía de la lluvia. De golpe, dejé de pensar unos segundos, instante en el que oí esa música del parque, esa melodía que me hechizaba cada domingo por la tarde. Pero desperté de nuevo, volví a pensar y me aterré. ¿Por qué sonaba esa melodía en mi casa? Solo había una respuesta. El violinista del parque se encontraba en una de mis habitaciones y estaba tocando para mí. Todo encajaba a la perfección con el pañuelo que había encontrado minutos antes, así que empecé a atar cabos. El violinista se trataba de un posible sicópata que había entrado en mi casa ya que estaba obsesionado conmigo.

Ahora tenía dos opciones. O escapar o plantarle cara a ese hombre que seguía tocando sin cesar y cada vez más intensamente una de mis canciones preferidas. Y no sé porqué, decidí irracionalmente ir a la cocina, coger un cuchillo y dirigirme hacia la habitación donde estaba el violinista. Sin contemplación alguna, abrí la puerta y allí lo vi tocando con esa mirada enfurecida que siempre tenía. Le miré a los ojos y le lancé el cuchillo al cuello. Empezó a sangrar, pero el hombre seguía tocando. De repente, el violín empezó a emitir unas notas que me eran conocidas. Entonces me di cuenta que había cometido el error más grave de mi vida, y más todavía cuando el hombre, con un inmenso esfuerzo abrió la boca para felicitarme mi treinta aniversario mientras el “cumpleaños feliz” sonaba cada vez más lentamente. En ese instante, por una equivocación precipitada, maté para siempre mis domingos.

En el día de mi cumpleaños enterré la sorpresa que más ilusión me ha hecho, me hace y me hará jamás, por mucho que lo tenga que seguir contando entre rejas.