miércoles, 15 de abril de 2009

Vive

Hacía frío, pero me apetecía tomarme mi último Cointreau en la terraza de mi casa. Sólo un batín cubría mi pálida y, ahora también, helada piel. Era mi última noche, la de los caprichos, así que me animé a fumar aquel habano que compré en Cuba el mismo día en que el tirano de Castro subió al poder. Un puro que me juré fumar en la noche más especial de mi vida, y posiblemente estaba ante ella.

Ya lo tenía todo. Yo, mi terraza, mi copa, mi puro y el sentimiento orgásmico de ir saboreando poco a poco el momento más decisivo de mi vida. No sentía el frío, ni tampoco el calor. Mi cuerpo ya no estaba helado. Era como un espíritu que sobrevolaba un mundo que ya, prácticamente, no me pertenecía.

Intenté dejar la mente en blanco para no recordar y el corazón helado para no emocionarme, pero fue imposible. Instantes y más instantes de mi vida recorrían mi cabeza mientras una lágrima sellaba cada momento como si fuera el último.

Cuando ya no me quedaron más recuerdos, cuando agoté hasta la última de mis lágrimas en un estado corporal neutro, decidí hacerlo. Me quité el batín, apagué el habano, di el último trago a mi copa y me subí a la barandilla de mi terraza…

…y cuándo iba a proclamar mi libertad a los cuatro vientos, algo me frenó en seco. Mi hijo me dijo si le podía enseñar los colores. De repente, mil recuerdos vinieron a mi cabeza, una lágrima inundó mis ojos, mi cuerpo recuperó la temperatura que no sentía…y seguí viviendo, porque todavía tenía alguna razón por la que vivir.

Esa fue la noche en la que aprendí a valorar la vida.

sábado, 11 de abril de 2009

Helando el fuego

Entonces te das cuenta que la razón es frío hielo y la pasión puro fuego. Que el pensamiento no te atrae, mientras el corazón te refugia y te enciende. Que el primero se deshace fácilmente si la pasión crece. Y que, por tanto, cuando ambos se encuentran siempre es la pasión la que nubla la mente. Sube el humo ardiendo del corazón a la cabeza y no permite que esta vea la realidad. Pero por suerte, ese humo indica que ese fuego se está acabando y que el hielo deshecho se pueda volver a formar para que, ahora sí, la razón vea con frialdad todo aquello que la pasión cegaba con sus llamas.

lunes, 6 de abril de 2009

¿Te acuerdas?

Llevaba medio año viviendo en Tokyo y el olor a sushi ya se había apoderado de mí. Cualquier calle, cualquier local o hasta cualquier prenda de mi cuerpo estaban imbuidos de ese olor que, en el fondo, ya no diferenciaba de nada, porque todo era sushi.

En otra tarde oscura y algo nostálgica decidí entrar en una tienda de souvenirs nipones. Pensé que quizás así me familiarizaría con una cultura tan extremadamente distinta a la mía. Y cual fue mi sorpresa, que al entrar al local percibí un olor distinto al de los últimos seis meses. Me detuve dos, cinco o quizás diez minutos en esa tienda, de la cual no recuerdo ni un solo objeto, para contemplar con mi olfato todo lo que su olor me transmitía. Fue así como recordé un domingo por la noche cualquiera en mi casa, con ese olor a madera mojada que me advertía que el fin de semana ya moría para dar paso a otro lunes cualquiera.

Salí de esa tienda con ganas de recordar más, y así fue. Me subí al autobús que me tenía que llevar a mi trabajo. Durante el trayecto sentí estar de nuevo en las aulas de la universidad, ya que un olor indescriptible se apoderó de mi nariz y me permitió sentir por unos minutos que volvía a ser un estudiante más.

Bajé una parada más tarde de lo normal…¡Estaba tan a gusto en esa aula de mi universidad! Luego, fui andando hasta mi lugar de trabajo, pero no sin antes entrar a un bar para comer algo. Un bar con un olor a jazmín que me hizo sentir como en casa de Pedro, mi mejor amigo y con el que me había pasado horas y horas discutiendo, fumando, riendo y escuchando música que sólo él y yo entendíamos.

Miré el reloj y se me hizo la hora, así que me despedí de Pedro. Llegaba tarde a la oficina, aunque el tiempo se detuvo en el ascensor. Empecé a imaginar un balón, los compañeros de mi equipo de fútbol y tantos sábados de gloria a mis espaldas. Aquel elevador olía igual que el vestuario en el que tantos buenos momentos viví. Un olor único a humedad afrutada.

Cayó la noche sobre Tokyo. Decidí pasear por una ciudad todavía desconocida para mí. La contaminación sólo me permitía ver cuatro pequeñas estrellas y una luna que menguaba, un escenario muy triste para alguien que estaba solo entre millones de desconocidos. Por tanto, antes de llegar a casa, entré al videoclub a coger alguna película que me hiciera compañía. Pero no necesité ningún film, porque me topé con ella. No me lo podía creer. Gisela, la mujer de mi vida, estaba allí, en ese videoclub. Cerré los ojos, respiré hondo y le di un golpecito en la espalda para que se girase. Pero no, Gisela no estaba, sólo su perfume, olor del cual siempre creí que es lo más parecido al cielo que existe sobre la faz de la tierra.

Abrí los ojos y la chica del videoclub me preguntó si quería una bandeja de sushi para llevar. ¡O no! Bienvenido al mundo real pensé. De nuevo todo olía como en los últimos seis meses, pero ya nadie me quitaba que durante un día había realizado un viaje en el tiempo y en el espacio a mi verdadera vida, a mi dulce hogar, a mis incumplidos sueños…a todo aquello que me gusta oler. A todo aquello que me evoca recuerdos…recuerdos que sólo retengo a través de olores…olores que percibe mi olfato y calan hondo en mi memoria. ¡Qué bello es recordar oliendo!

viernes, 3 de abril de 2009

El valor de una sonrisa

San Pedro abrió las puertas del cielo a tres hombres buenos. El primero de ellos era un empresario que había hecho fortuna con el acero. El segundo, un deportista brillante que había batido todos los récords. El tercero en discordia, un humilde zapatero de pueblo que había vivido en condiciones precarias durante toda su vida.

Juntos ya los tres, se pusieron a hablar sobre sus éxitos en vida. La voz cantante la llevaban el empresario y el deportista, mientras el zapatero aguardaba escuchando las lindezas que ambos contaban.

El multimillonario del acero detallaba uno por uno todos los esfuerzos que le supuso crear su empresa, mantenerla y convertirla en una de las más importantes del país. Orgulloso, repetía constantemente que una parte de sus beneficios se destinaban a obras sociales.

El deportista, conocido por ambos, explicaba cada uno de sus éxitos, sus logros, sus fracasos, sus remontadas y sus medallas. Dejaba boquiabierto al empresario y al zapatero con sus explicaciones sobre sus métodos de entrenamiento, sobre sus anécdotas con otros deportistas y sobre el mundo de élite en el que le tocó vivir. Además, no dudó en resaltar su labor como embajador de una ONG que ayudaba a paliar el hambre en África.

Se hizo el silencio después de que el empresario rico y el deportista hubieran agotado ya todas sus hazañas vitales, sin que el zapatero se iniciara a contar las suyas. Los otros dos le insistieron en que se animara a contar su vida, que no se avergonzara, que él era igual que ellos. Pero el zapatero no parecía estar mucho por la labor.

El humilde hombre se había pasado toda la vida trabajando entre zapatos, con un sueldo mísero y sufriendo todas las penurias habidas y por haber. Nunca había conocido el lujo y, además, su mayor reconocimiento no había traspasado las fronteras de su pueblo. Por todo ello, el zapatero creía que era perder el tiempo contar una vida tan vacía y pobre, así que se limitó a relatar su última experiencia vivida antes de morir:

“Iba paseando por el pueblo un domingo por la tarde, el único momento de la semana en el que podía disfrutar. De repente, oí como un niño lloraba enfurecidamente detrás de unos matorrales, por lo que no dudé en acercarme. Encontré, detrás de cuatro matojos, un rostro pálido y triste bañado en lágrimas. No le pregunté que le pasaba, sino que decidí acariciarle el pelo y hacerle un truco de magia. Me escondí un pétalo de rosa en una mano y le invité a que adivinara en cuál de las dos manos se encontraba. Escogió la derecha, la abrí y estaba vacía, como él. Entristeció al fallar, pero de seguida abrí la otra mano y saqué una rosa entera que situé rápidamente encima de su oreja. El chico esbozó una sonrisa y sus lágrimas se secaron de golpe. Luego, me dio las gracias.”

Al oír la historia, el empresario y el deportista también sonrieron durante unos instantes…instantes en los que pensaron en el nulo valor que tenía todo ese dinero o toda esa fama sin historias como estas. Luego, le dieron las gracias al zapatero.