viernes, 3 de abril de 2009

El valor de una sonrisa

San Pedro abrió las puertas del cielo a tres hombres buenos. El primero de ellos era un empresario que había hecho fortuna con el acero. El segundo, un deportista brillante que había batido todos los récords. El tercero en discordia, un humilde zapatero de pueblo que había vivido en condiciones precarias durante toda su vida.

Juntos ya los tres, se pusieron a hablar sobre sus éxitos en vida. La voz cantante la llevaban el empresario y el deportista, mientras el zapatero aguardaba escuchando las lindezas que ambos contaban.

El multimillonario del acero detallaba uno por uno todos los esfuerzos que le supuso crear su empresa, mantenerla y convertirla en una de las más importantes del país. Orgulloso, repetía constantemente que una parte de sus beneficios se destinaban a obras sociales.

El deportista, conocido por ambos, explicaba cada uno de sus éxitos, sus logros, sus fracasos, sus remontadas y sus medallas. Dejaba boquiabierto al empresario y al zapatero con sus explicaciones sobre sus métodos de entrenamiento, sobre sus anécdotas con otros deportistas y sobre el mundo de élite en el que le tocó vivir. Además, no dudó en resaltar su labor como embajador de una ONG que ayudaba a paliar el hambre en África.

Se hizo el silencio después de que el empresario rico y el deportista hubieran agotado ya todas sus hazañas vitales, sin que el zapatero se iniciara a contar las suyas. Los otros dos le insistieron en que se animara a contar su vida, que no se avergonzara, que él era igual que ellos. Pero el zapatero no parecía estar mucho por la labor.

El humilde hombre se había pasado toda la vida trabajando entre zapatos, con un sueldo mísero y sufriendo todas las penurias habidas y por haber. Nunca había conocido el lujo y, además, su mayor reconocimiento no había traspasado las fronteras de su pueblo. Por todo ello, el zapatero creía que era perder el tiempo contar una vida tan vacía y pobre, así que se limitó a relatar su última experiencia vivida antes de morir:

“Iba paseando por el pueblo un domingo por la tarde, el único momento de la semana en el que podía disfrutar. De repente, oí como un niño lloraba enfurecidamente detrás de unos matorrales, por lo que no dudé en acercarme. Encontré, detrás de cuatro matojos, un rostro pálido y triste bañado en lágrimas. No le pregunté que le pasaba, sino que decidí acariciarle el pelo y hacerle un truco de magia. Me escondí un pétalo de rosa en una mano y le invité a que adivinara en cuál de las dos manos se encontraba. Escogió la derecha, la abrí y estaba vacía, como él. Entristeció al fallar, pero de seguida abrí la otra mano y saqué una rosa entera que situé rápidamente encima de su oreja. El chico esbozó una sonrisa y sus lágrimas se secaron de golpe. Luego, me dio las gracias.”

Al oír la historia, el empresario y el deportista también sonrieron durante unos instantes…instantes en los que pensaron en el nulo valor que tenía todo ese dinero o toda esa fama sin historias como estas. Luego, le dieron las gracias al zapatero.

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