lunes, 28 de junio de 2010

Aquel que supo sonreír a la vida

Sonreía. Rodeado de sus entristecidos seres queridos y cuatro paredes blancas virginales, empezaba a dibujar la escena del día de su muerte. Se imaginaba esa misma situación, pero sin su sonrisa, alrededor de sus familiares y amigos aún más afligidos y apoderados por un color negro luto en el ambiente.

Le quedaban semanas, días o quizás horas de vida. El divino había decidido que su momento estaba apunto de llegar, pero insistía en que mientras no llegase, él seguía con vida, y por tanto, debía disfrutar, como siempre había hecho. Paradójicamente, era el más alegre en esa habitación que olía a más allá. Encontraba a faltar alguna flor, algún bombón, un algo que le iluminase; aunque entendía que sus seres evitaran rodearle de elementos vitales.

Todos creían que estaba loco. No entendían su sonrisa, parecía que no era consciente de su muerte. Estaban confundidos. Era el más consciente y el que mejor sabía cuanto valía cada instante de vida, para no pensar, todavía, en aquel momento en que sus ojos fallecerían. Y ese sentimiento colectivo de locura se agrandó cuando un día pidió un deseo, su último deseo. A todos les sorprendió cuando le comentó a su hija pequeña la necesidad que tenía de oír un monólogo diario, requiriéndole un artista en su habitación.

Tenía ganas de reírse, de reírse con la vida, pero todavía aún más de la muerte. Quería que toda la familia disfrutara de esos últimos instantes, de manera que él abandonara el mundo de los imperfectos, el de los humanos, de una manera dulce y plácida.

Su deseo fue una orden, y durante dos semanas un monologuista acudía diariamente a su habitación. Poco a poco se fueron sumando más familiares, hasta el punto de que casi no cabían. Conseguían, por minutos, olvidar la condena a la que su padre, abuelo o tío estaba sentenciado. Ahora seguían llorando, sí, pero de risa.

Una mañana se despertó muy fatigado, y le pidió a su hija que ese día no viniera el monologuista, porque él haría el discurso. Le pidió que viniera toda su familia a la habitación, sin faltar ninguno. A media tarde, puntuales, se presentaron todos y él inició su parlamento. Pasaron dos horas, y seguían riendo. Empezó a recordar a anécdotas familiares, a contar secretos que nunca pensó que explicaría y situaciones ridículas. Nunca se lo habían pasado tan bien todos juntos.

Pero ese instante jamás se pudo repetir. Esa misma noche, su cuerpo fallecía después de días y días de sonrisas. Y así murió, con la sonrisa de la alegría, de la familia y del amor dibujada en su rostro. Un rostro que había tenido la oportunidad de ver, hasta el último suspiro, la alegría de sus seres más queridos, aquellos que finalmente entendieron que a la vida nunca hay que negarle una sonrisa.

jueves, 3 de junio de 2010

Diálogos en altamar

- He pasado largas noches en altamar…observando las estrellas y junto a ellas el reflejo lunar. La marea me enamoró, y cuanto más agresiva, más la adoro. No es ella la que nos golpea, sino somos nosotros que la intentamos pisar. Pero para mí no hay nada como el sol de mediodía junto a una brisa primaveral en medio del océano. Te sientes atrapado, pero por tu libertad. Si contemplas, centenares de especies animales se te cruzan en cada momento; el graznido de una gaviota, el salto de un delfín…hay que saberlo disfrutar. He tenido la posibilidad de observar días enteros, ver el gran astro de este a oeste, sin una palabra poder gesticular. El cielo te hipnotiza, y paradójicamente te encuentras en plena mar. La verdad es que no me puedo quejar de mi vida como navegante, ya que he conocido mil culturas y he podido dibujar miles de tierras que se ofrecen al mar. El agua es una bendición, y siempre la supe aprovechar. Creo que la primera vez que me maree, será cuando deje de faenar...

- Cuánto te envidio, cuánto sabes, cómo has sabido conocer y conocerte…

- ¿Envidiarme tú a mí? ¡Si lo tienes todo! Estudios, cultura, un trabajo reputado…y mira yo, no sé ni escribir.

- Sí, pero sabes contemplar. Tienes libertad.