viernes, 6 de febrero de 2009

Hoy sólo tocaré para ti

Como cada domingo por la tarde me fui al parque que se encontraba dos manzanas por encima de mi casa. Allí me reunía una vez a la semana, y sin que él lo supiera, con el que yo consideraba el mejor violinista que jamás hubieran conocido mis oídos. Se trataba de un hombre mayor, de aspecto triste y con muy poca vitalidad; aunque todos estos aspectos los suplantaba con aquella música angelical que cada domingo inundaba mis oídos durante una hora mientras el sol se ponía.

Llegué al parque y me dirigí hacia la zona donde siempre se situaba el violinista. Pero ese día noté algo extraño, inusual. Mis oídos no percibían la dulce melodía con la que siempre me recibía mi amigo mientras me acercaba a él, hecho que me hizo pensar que por primera vez en cinco años el violinista había fallado a su cita dominical conmigo. Mis temores se confirmaron cuando no vi a mi amigo cerca del árbol en el que siempre se situaba. No desesperé. Decidí buscarlo por todo el parque sin cesar, pero no hubo suerte. El violinista no estaba. ¿Qué podía pasar? Quizás, simplemente, había enfermado, así que decidí no pensar en lo peor e irme a casa con la esperanza de que una semana después pudiera volver a disfrutar de su arte. Pero antes de marchar, quise pasar un momento por aquel árbol en el que siempre nos citábamos los dos. Aunque él y su música no estuvieran, su recuerdo me relajaría por momentos. Y entonces fue cuando descubrí algo extraño. Al retornar a ese lugar, al acercarme al sitio donde siempre se situaba el violinista, encontré un pañuelo bañado en sangre en el que se podía leer “Hoy sólo tocaré para ti”.

El miedo se apoderó de mí. Empecé a temblar, y lo que tenía que ser otro domingo angelical se estaba convirtiendo en mi mayor experiencia infernal. No sé si estuve tres, cinco o diez minutos mirando ese pañuelo sin saber qué hacer. Finalmente, decidí enterrarlo y me dirigí a casa mientras la lluvia empezó a caer sin piedad. Creo que nunca había corrido tanto y sin tener una causa exacta.

Lo único que recuerdo del trayecto del parque a mi casa es que mi mente se convirtió en un escenario dantesco en el que una fatal melodía acompañaba esas palabras aterradoras que yo había leído pocos minutos antes. Y, de repente, ya me encontré abriendo la puerta de mi edificio. Pero no me sentía a salvo. Una sensación de miedo, terror e incertidumbre me recorría el cuerpo, por lo que, supongo, empecé a llorar mientras subía por el ascensor. ¿Ascensor? Nunca había cogido el ascensor, ya que vivo en un entresuelo y siempre subía por las escaleras, pero estaba tan perdido que no sabía ni lo que hacía.

Entré en casa y me estiré en el sofá con la luz apagada. Me quedé mirando al techo mientras me secaba unas lágrimas que se juntaban con el agua que aún tenía de la lluvia. De golpe, dejé de pensar unos segundos, instante en el que oí esa música del parque, esa melodía que me hechizaba cada domingo por la tarde. Pero desperté de nuevo, volví a pensar y me aterré. ¿Por qué sonaba esa melodía en mi casa? Solo había una respuesta. El violinista del parque se encontraba en una de mis habitaciones y estaba tocando para mí. Todo encajaba a la perfección con el pañuelo que había encontrado minutos antes, así que empecé a atar cabos. El violinista se trataba de un posible sicópata que había entrado en mi casa ya que estaba obsesionado conmigo.

Ahora tenía dos opciones. O escapar o plantarle cara a ese hombre que seguía tocando sin cesar y cada vez más intensamente una de mis canciones preferidas. Y no sé porqué, decidí irracionalmente ir a la cocina, coger un cuchillo y dirigirme hacia la habitación donde estaba el violinista. Sin contemplación alguna, abrí la puerta y allí lo vi tocando con esa mirada enfurecida que siempre tenía. Le miré a los ojos y le lancé el cuchillo al cuello. Empezó a sangrar, pero el hombre seguía tocando. De repente, el violín empezó a emitir unas notas que me eran conocidas. Entonces me di cuenta que había cometido el error más grave de mi vida, y más todavía cuando el hombre, con un inmenso esfuerzo abrió la boca para felicitarme mi treinta aniversario mientras el “cumpleaños feliz” sonaba cada vez más lentamente. En ese instante, por una equivocación precipitada, maté para siempre mis domingos.

En el día de mi cumpleaños enterré la sorpresa que más ilusión me ha hecho, me hace y me hará jamás, por mucho que lo tenga que seguir contando entre rejas.

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