lunes, 2 de mayo de 2011

Una catarsis salvadora

"El suicidio es el camino más fácil”. Este pensamiento se me repetía en la mente cada vez que tenía un problema. Otras veces recordaba esa premisa que rezaba en la entrada de casa de mis abuelos: “Haz lo que realmente te deje más tranquilo”. Mi vida jamás fue un mar de calma, al contrario. Siempre viví con ese gusanillo por dentro que me atemorizaba. Dudaba de toda acción que emprendía, pensando que siempre actuaba erróneamente. Paradojas de la vida, nunca fui fiel a esa frase que leía, día tras día, en casa de mis abuelos.

Mis pensamientos suicidas se iniciaron a los quince años, coincidiendo con la famosa edad del pavo. Es una época en la que todos los jóvenes quieren experimentar cosas nuevas, mostrar su madurez y sentirse diferentes. Pero a mí todo aquello me atemorizaba. Aún recuerdo, por desgracia, aquel día en que el niño chulito de clase me cosió a collejas hasta que me cayeron las lágrimas. Lo que hoy se conoce como bullying yo ya lo experimenté hace décadas por el simple hecho de ser responsable ante los profesores. No quería ser distinto, quizás no necesitaba todavía sacar esa rebeldía que todos llevamos dentro. Me encontraba bien en esa época de ingenuidad e ignorancia en la que la calle es una jungla aún por explorar.

Sigo con ese episodio. Porque lo más dramático sucedió cuando llegué a casa. Entré a mi habitación rápidamente, casi sin saludar, y me eché a llorar durante una hora. Es posible que mi madre, mientras veía la televisión, se sintiera orgullosa pensando que su hijo estaba haciendo los deberes. Pero no. Su hijo estaba con la aguja de un compás amenazando una de sus venas de la muñeca con mano temblorosa, y una mente abordada por un mismo pensamiento: “Haz lo que realmente te deje más tranquilo”. Al final, ese compás se despegó de mi piel y la vida continuó. Pese a ello, nunca superé este tipo de situaciones. Ni nunca tuve a nadie al lado para superarlas, porque siempre escondí mis sentimientos y jamás supe juntar cinco letras clave en esta vida: a-y-u-d-a.

Llegó la época de salir de fiesta, de ligar con chicas, de decidir un futuro universitario. Pero cada una de estas ilusiones era un nuevo problema. Todo me llevaba a lo mismo, a plantearme la no existencia. Nunca lograba destruir ese gusanillo del terror. Tampoco sabía cómo hacerlo, y durante muchos años creí que la única manera de conseguirlo era destruyéndome a mí.

Con los años todo lo importante coge más fuerza, y todo lo insignificante menos; al revés que durante la infancia, donde lo intrascendente se puede convertir en una auténtica cruz. Consecuentemente, mi idea de desaparecer también se hacía más consistente, y los métodos para hacerlo eran cada vez más profesionales. Pastillas, cuchillos, cuerdas…los tuve en mis manos numerosas veces, pero jamás llegué a actuar.

Estas situaciones tan dramáticas no se repetían cada día. Tampoco logro recordar cada cuánto se reproducía la escena. Quizás una vez por semana, quizás cada mes. Supongo que según la época. Pero en aquel mundo oscuro y tenebroso, a menudo también pude disfrutar de algunos momentos llenos de luz. Por ejemplo, durante mi partido de fútbol de cada sábado con los pocos compañeros de toda la vida. Era una hora a la semana, pero en ella todos los pensamientos suicidas se borraban de mi mente. Era una especie de catarsis, aunque temporal. Luego, horas después del partido volvían esos nervios, esa culpabilidad sin origen ni causa que me perseguía. En ocasiones pensé, ingenuamente, que mi felicidad pasaba por ser un gran futbolista. Como digo, pura ingenuidad.

Durante mi época universitaria se repitió algo parecido a lo que me sucedía en el colegio, pero con un punto de madurez. Contaba con diversos amigos, y con ningún enemigo, pero había momentos en los que las aulas se me engullían. A menudo me preguntaba qué representaba yo allí, tomando apuntes entre personas a las que, seguramente, perdería el rastro en pocos años. Esa inseguridad social, también vital, me enfurecía por dentro y me entristecía. Nunca he aceptado la hipocresía, pero tampoco ella a mí.

Acabó la universidad. Muchos de mis compañeros lloraron el día de la graduación. Otros, rebeldes, eran felices porque su pesadilla había terminado. Yo, por mi parte, me sentía indiferente. Qué desagradable era ese sentimiento de no poder reír ni llorar. Vacío, un horrendo vacío me atrapaba. Entre tanta vacuidad llegó el momento de buscar el trabajo de mi vida. La familia, en las dichosas comidas navideñas, siempre me realizaba la maldita pregunta: “Estarás ilusionado con la idea de adentrarte en el mundo laboral, ¿verdad?”. Qué ganas me entraban de pegarme un tiro como respuesta a la cuestión.

Con una falsa ilusión fui presentándome a distintas empresas. Tenía la suerte de ser un buen actor. El mejor. Nadie cercano a mí hubiera diagnosticado lo que sucedía en mi mundo interior. Con esta careta obtuve el primer trabajo. Siendo sincero, el día que firmé mi primer contrato sentí una cierta paz interior, como aquella que percibía durante los partidos de fútbol de la infancia. La realidad, como siempre, fue otra. Por dentro las nubes seguían nublando mi corazón y mi cabeza. Empezaba a sentir que vivía por vivir, arrastrado por una corriente que, si quería, podía frenar en seco.

Parecerá, por lo que cuento, que jamás disfruté ni reí en la vida. No fue así. También viví grandes instantes, eternas noches, exóticos viajes, pero siempre con un gusano que antes o después hacía acto de presencia en mí y me despertaba del sueño. Tenía un cerebro lleno de fantasmas que no podía borrar.

Hay días en la vida que uno tampoco puede borrar jamás. Uno de ellos, pese a que nadie lo recuerda, es el del nacimiento. Yo, personalmente, tengo otro. Un día horrible está marcado, especialmente, en mi calendario. Era otoño y llovía. La jornada fue, paradojas de la vida, muy gratificante. Conseguí en el trabajo finalizar con éxito un proyecto que parecía imposible de terminar. Luego, al salir del mismo, empecé a construir otro proyecto, el de la supuesta mujer de mi vida. Quedé con la chica de mis sueños en un bar, estuvimos hablando horas sin mirar el reloj, hasta que un trueno nos despertó. La acompañé a casa, y bajo un paraguas roto y el rostro mojado por una lluvia que no cesaba me dio un beso. Hasta ese instante parecía que mi vida cogía un nuevo rumbo, pero nada más lejos de la realidad. Llegué a casa, me duché y me estiré en el sofá a recordar mi fantástico día. Pero por sorpresa, un vacío me inundó y lloré. Lloré hasta que la luz del día secó mis lágrimas. Y en cada una de esas lágrimas fui recreando mi final. La eterna tranquilidad que, sin quererlo, siempre me pidieron mis abuelos.

Esa mañana me dirigí a un parque alejado de la ciudad. En mis manos llevaba una soga. Nada más. Una vez allí, escogí un árbol, el más bello de todos y empecé a atar la cuerda. Realmente no sentía ningún miedo. Estaba decidido, hasta que me giré y vi una luz salvadora. Una luz representada en el rostro de un bebé que me miraba sonriendo y me intentaba alcanzar con su manita minúscula.

- Entonces, ¿tuviste miedo de no poder volver a ver un rostro de felicidad como aquel?

- Exacto. De repente sentí la necesidad de convertir ese momento en eterno. Esa sonrisa me dijo tanto en tan poco tiempo…

- ¿Qué te dijo? –preguntó de nuevo el chico sentado en el ventanal del piso número veinte de la torre.

- Me dijo que mi vida era un constante sufrimiento interno por no valorar el más pequeño de los detalles. En un lado tenía una cuerda que me llevaría al silencio infinito, en el otro lado un niño con mirada feliz me animaba a quedarme en un mundo aún por descubrir.

- Así que escogiste lo que te iba a dejar más tranquilo… –dedujo el joven

- Así fue. Decidí amarrarme a esa sonrisa y contagiarme de ella de por vida. Quería comenzar a valorar todo aquello que jamás entendí. Empecé a observar cada detalle que nos regala este mundo.

- Creo que mi hija sale ahora del colegio. Debo ir a recogerla –apreció el suicida mientras bajaba de la repisa de la ventana.

- ¡Ve, claro que sí! Seguro que te espera con una gran sonrisa.

- Sí, la misma que a ti te trajo la tranquilidad.

- La misma que te la traerá a ti.

- Oye, sólo una última cuestión. ¿Por qué me has contado tu vida como si ya estuvieras muerto? –preguntó extrañado el chico una vez fuera de peligro.

- Porque esa vida ya no existe. Se la llevó la sonrisa de un niño, y entonces empecé a vivir de verdad.

- ¡Claro! Esa tranquilidad, esa paz interior que buscamos pasa por el valor que cada uno le otorga a esos instantes –concluyó el joven.

- Bienvenido a la vida.

- Gracias por salvarme.

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